Vivir sin libertad
Ago-2014
Hoy hace un par de semanas que trabajo en la cárcel, dentro de la labor que realizo como terapeuta con personas con problemas de adicción, en un módulo terapéutico especialmente habilitado para su tratamiento. Una experiencia altamente enriquecedora en lo personal que me conecta con una de esas partes más crudas de la sociedad, por mucho que el módulo terapéutico sea un oasis en el microcosmos de la cárcel.
A pesar de los intentos por humanizar el módulo, resulta imposible olvidar que estás en una prisión: la omnipresencia de las rejas, las puertas interminables que se cierran a tu espalda, las alambradas, el lenguaje legal que se filtra en las conversaciones, los muros… Y sin embargo, poco tiene que ver este lugar con la imagen estereotipada que suele haber de las prisiones que, como me decía mi amigo Gerardo hace bien poco hablando sobre el tema, suelen provocarnos un terror atávico. De esta visión distorsionada hablaba con uno de los internos, al que conozco desde hace años por su proceso terapéutico, porque trabajar en este lugar es hacerlo en un remanso de paz y de respeto –en líneas generales, claro, ya que puede haber momentos puntuales de tensión–. De cualquier manera, resulta paradójico comprobar cómo algunas personas han tenido que pasar por una prisión para descubrir la libertad y recuperar su dignidad. Una idea que, aunque puede ser chocante, está muy presente allí, no de forma explícita, pero sí como algo que se percibe en muchos momentos a lo largo del día y de lo que quizás muchas de las personas que están allí no son plenamente conscientes en el momento.
Para mí trabajar en la cárcel también tiene un efecto terapéutico. No sólo porque me he enfrentado a ese terror atávico del que me hablaba mi amigo Gerardo, sino también porque estoy trabajando en el mismo lugar en el que algunos amigos y familiares llegaron a cumplir condena. No me crié en un lugar sencillo. Todavía hoy, a pesar del tiempo transcurrido, y de que la muerte en muchos casos puso fin a su mala vida, es posible rastrear su paso por el lugar, dejándome sensaciones contradictorias que con seguridad tienen que ver con mi propia esencia como persona.
En estos días, no pude evitar recordar a mi amigo David y su miedo a la privación de libertad, aquel momento de hace veinte años en que me lo encontré por la calle y me detuve a hablar con él para preguntarle, con toda la intención, cómo estaba. Siempre obviábamos su problema de adiccion, más que evidente, pero yo podía adivinar, por su forma de expresarse, cómo llevaba las cosas. Era una especie de acuerdo tácito: él sabía que yo sabía y viceversa. Pero no debía de parecernos elegante mencionarlo.
Nos habíamos distanciado en los últimos años: su estilo de vida y el mío resultaban ya por aquel entonces incompatibles –mientras yo leía a Wittgestein en la universidad él se doctoraba en callejones–, aunque siempre había mantenido un respeto enorme hacia mí: nunca me había faltado nada cuando le ofrecí un techo en el que cobijarse temporalmente, y había abandonado sus intenciones de atracarme el par de noches que me abordó por el barrio sin conocerme. Hubo límites que, en lo que a mí respecta, nunca llegó a cruzar. Y es difícil olvidar eso.
Aquella ocasión que me lo encontré fue diferente a otras anteriores. A mi pregunta acerca de cómo estaba respondió de forma escueta: «Mal». Y, por primera vez, me habló con claridad de sus malandanzas: «El fiscal me pide ocho años de cárcel». No pude evitar preguntarle qué había hecho y me confesó que había entrado en un bar con una recortada para llevarse un sustancioso botín de sesenta mil pesetas. Ni siquiera cuatrocientos euros de los de hoy. «Se me fue la olla», apostillaba. Y tras una pausa añadía: «Pero yo no voy a entrar en la cárcel». Aunque el mensaje era claro, le pregunté de forma retórica qué estaba diciendo y su mirada asustada confirmó mis peores sospechas. «Antes de entrar me meto un pico de oro y acabo con todo».
Yo no tenía los conocimientos que hoy tengo, ni tampoco las mismas habilidades. Sé que cuando alguien tiene una una idea fija resulta complicado encontrar palabras que puedan hacerle cambiar de opinión. Sin embargo lo intenté, hablándole en nuestro idioma: «Si has tenido cojones para hacer lo que hiciste, tienes que tenerlos para cumplir condena. Afronta las consecuencias como un hombre.»
Hoy le habría hablado de otra forma, pero en aquel entonces todavía no era la persona que soy hoy. El barrio todavía continuaba pegado a mi piel, y la desgracia me había enseñado la necesidad de tomar una cierta distancia ante determinadas circunstancias. Hoy, con toda mi experiencia, me habría gustado hablarle de lo que puede llegar a ser una prisión, de la oportunidad que podría suponer para un cambio de vida, a todas luces necesario, lo que puede lograr un ser humano con un propósito firme en mente. Pero por entonces aún no lo sabía, sólo lo intuía: yo me encontraba inmerso en mi propia formación como persona y los servicios sociales, que hoy muchos denostan, apenas comenzaban a estar en pañales. La información llegaba distorsionada y con cuentagotas.
Lo siguiente que supe de David fue que tras una noche horrible y dramática, de llanto, excesos y abandono, apareció muerto en uno de esos lugares terribles y desoladores que llegan a frecuentar ciertos adictos. Murió sólo con una jeringuilla clavada en su brazo. Tenía veintiún años y llevaba desde los once metido en el mundo de la droga, la delincuencia y el desarraigo. Sin haber conocido nunca la libertad. Para siempre joven y esclavo.