Una identidad portátil

identidad

Foto: niko_si

 

Por qué inventar un país
cuando el tuyo
es definitivamente una nube.

Jean Portante

 

No sabía nada de Jean Portante, el poeta luxemburgués, hasta que escuché una pequeña semblanza suya en la RNE 5, a la que llegué huyendo de los deportes. Regresaba de mi trabajo en prisión y me topé con una voz libre, la de un poeta políglota que no concibe sus raíces como algo anclado a un determinado espacio.

Me gustó la cita de Portante a Anaïs Nin, en la que ésta se refiere a la identidad, a que existen personas que tienen raíces portátiles; una idea con la que Portante se identifica al máximo, asegurando que él mueve sus raíces cada tanto, instalándolas un tiempo en un lugar para luego cambiarlas de sitio otra vez y nutrirse de lo que esa nueva tierra le aporta.

El poeta entiende que su identidad está compuesta por diferentes elementos: como él mismo dice, habla varios idiomas, cuenta usando numeración árabe, hereda la escritura de la antigua Mesopotamia y bebe café como hacían antiguos africanos. Por eso entiende su identidad como algo no ligado exclusivamente a un pequeño margen de territorio alrededor de sus pies.

Me identifico con esa idea. Con la de una identidad no ligada a un lugar, a una patria determinada, sino a una amplia cultura basada en el respeto y la tolerancia, en la asimilación de nuevos saberes y conocimientos, en el deleite de diferentes costumbres, historias y sabores, así como en el horror de sus miserias y desgracias. Una identidad basada en la empatía.

Por desgracia para mí no alcanzo el grado de cosmopolitismo de Jean Portante, pero entiendo mi identidad de forma parecida. Como algo abierto, permeable, moldeable y en constante evolución, que no me viene dada por herencia o pertenencia a un pueblo, aunque parta de ello para seguir construyendo una identidad propia, más amplia, basada en mis gustos, intereses y necesidades, pero también en mi rechazo a todo lo que no quiero en mi vida, en mi forma de estar en el mundo.

Soy un tipo raro, que poseo la capacidad de sentirme del lugar en el que estoy, integrando los lugares en los que paso apenas unos días, en una parte de mi propia y particular ciudad, sintiendo cada nuevo lugar como un rincón más de una enorme ciudad en la que habito, sin límites ni fronteras. Me apropio fácilmente de los lugares que visito: de sus letras, su arquitectura, su arte, sus cantos, sus acentos y sus aromas; y me gusta tomar prestadas sus expresiones, sus inquietudes y alegrías, uniéndolas a las mías.

Eso son para mí mis raíces. No sólo mis idiomas, mi tierra y mis afectos, que me han ayudado a configurar mi pensamiento y mis sentires; sino toda la cultura adquirida. Cada una de mis elecciones, que se han ido sumando a otras que alguien, hace ya mucho tiempo, tomó en su día. Asumo la responsabilidad de seguir configurando mi propia identidad, la actual y la futura, tratando de evitar el riesgo adolescente de que otros la moldeen por mí.

Mi patria no es la de los dictadores o los generales, la de comerciantes o políticos efímeros. Tampoco la de los vecinos, siempre eventuales, de mi escalera. No es la de una bandera o la de un pedazo de terreno que cabría en una maceta. Mi patria es aquella que me he forjado en base a lecturas, conversaciones y viajes, a empatía y respeto. Algo mucho más amplio no ceñido al territorio. Por eso me gusta pensar que pertenezco a la misma patria que Kafka, Cortázar, Poe, Conrad, Cervantes, Camus, Miguel Ángel, Pasolini, Béquer, Sender, Louis Armstrong, Schubert, Doisneau, Aub, Larra, Hugo Pratt, Verne, Muñoz Molina o Rosalía de Castro, entre otros muchos. Y soy incapaz de reconocerme en otra.

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