El triunfo de la muerte
Nov-2015

Una vez más, viene a mi cabeza El triunfo de la muerte, el cuadro de Pieter Brueghel «El Viejo», que me acompaña desde que era muy niño y lo descubrí horrorizado en una enciclopedia de música clásica, que me hizo asociar el cuadro, por algún extraño proceso mental de mi niñez, a la Sinfonía Fantástica de Hector Berlioz.
La «paz romana»
Muchos años después me encontré en alguna parte un texto de Arturo Pérez Reverte en el que analizaba esa obra, poniendo el foco en un pequeño rincón del cuadro, concretamente el inferior derecho, ayudándome a entender la inquietud que sentía de niño cuando me fijaba en esa escena marginal de la obra: la de los dos jóvenes amantes que, ajenos a todo, disfrutan de la música y de su amor. Todo un símbolo de la paz, siempre amenazada por la barbarie del horror y la guerra.
El niño que miraba aquel cuadro no lo sabía, pero aquellos amantes me simbolizaban a mí. A la civilización en la que vivo, ignorante de que la muerte acecha mientras gozamos, de forma insensata, de la paz, la cultura y el bienestar, como si ello fuera algo que se nos debiera, en lugar de una conquista bastante reciente en lo que llamamos Occidente. No hay mucha diferencia con aquella «paz romana» que sólo era tal dentro de las fronteras del imperio.
Una profecía recurrente
Recuerdo esa escena con frecuencia: este verano me sorprendía al ver un incendio muy próximo a la ciudad, cubierta de humo, en una escena dantesca: varios helicópteros y avionetas cruzaban el cielo para extinguirlo, atronando el lugar con el estruendo de sus motores que se mezclaba con el sonido de las sirenas. Tan sólo una calle más atrás, un grupo de personas, haciendo caso omiso de las llamas, como si la cosa no fuera con ellos, disfrutaba de un refrigerio en una terraza. Otra vez el cuadro de Brueghel me asaltaba, como una profecía destinada a cumplirse eternamente.
Hoy vuelve a mi memoria El triunfo de la muerte. Esta vez con el último atentado de París. Hace tan sólo unas horas, cuando escribo esto, centenares de personas fueron atacadas por un grupo de hombres adiestrados para matar y morir. Esas personas morían asesinadas sorprendidos por la muerte, siempre triunfante, mientras disfrutaban despreocupadamente de una cena, una copa, un paseo o un concierto.
Los nuevos bárbaros
Otra vez la barbarie nos recuerda que la excepción es esto de lo que gozamos, que la norma es la muerte, la intolerancia, la violencia y el infortunio. Y que nuestro estilo de vida, lejos de ser un espejo en el que mirarse para quienes lo atacan con saña, es el centro de su odio.
Lo que han hecho estos nuevos bárbaros en París es atacar nuestra civilización, los valores en los que vivimos. Y lo han hecho movidos por el odio, el victimismo, el fanatismo y una idea corrompida de la justicia. Cierto es que el mundo occidental tiene su cuota de responsabilidad en la situación que padecen ciertos países árabes, pero no es menos cierto que los únicos responsables de abrazar el camino fácil del fanatismo son aquellos que lo impulsan y lo abrazan. Y eso no es responsabilidad exclusiva de occidente.
Combatir la amenaza
No sé cómo se puede combatir esta amenaza. Si lo supiera seguramente no estaría escribiendo esto, pero desde mi experiencia personal, sólo puede actuarse con firmeza, sin renunciar a los valores que hemos asumido como propios, pero con toda su firmeza; porque una vez que la cultura, la responsabilidad y la educación han fallado, sólo queda ser enérgicos en las soluciones y confiar en que podamos, con el tiempo, inculcar los valores que consigan que el fanatismo se convierta en un amargo recuerdo, vestigio de un pasado mucho peor.
Más que nunca debemos aferrarnos a nuestros valores, porque la intolerancia y el fanatismo, tampoco es patrimonio exclusivo de estos nuevos bárbaros, ya que la ultraderecha europea frota sus manos con estos atentados. Y es que al fin ambos fanatismos son el mismo.
Confiar en los valores europeos
Como amante de la utopía, creo que el único camino es el de los valores europeos encarnados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tantas veces traicionada y tantas veces atacada, en parte porque, como toda utopía, resulta inalcanzable y por tanto víctima de las contradicciones e incoherencias tan humanas. No obstante, por más que el futuro sea incierto, hay que confiar en que la constancia y la paciencia den sus frutos.
Quién le iba a decir a Francia, en plena Guerra de Independencia española, que aquellos fanáticos religiosos que éramos los españoles, y que rechazaban a cuchilladas la democracia, el progreso y la cultura, terminarían pocos siglos después llorando a su lado por los crímenes cometidos en su tierra.
Éste es el único optimismo al que hoy puedo (y necesito) aferrarme. Espero que pueda disculpárseme.
P.D: Mientras escribo, suena en mi equipo Black Angels, la obra que George Crumb compuso movido por el dolor que le producía la guerra de Vietnam; y que sospecho que debió de ser muy parecido al que pudo inspirar a Pieter Brueghel «El Viejo» para crear El triunfo de la muerte. Ambas son mucho más que una expresión de dolor: son un aviso que hasta ahora no hemos sido capaces de escuchar.
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