Cómo superé la pérdida de un ser querido gracias a un libro
Ago-2016

Hay libros que parece que salen a nuestro encuentro con un propósito determinado que desconocemos y que nos es revelado en el momento oportuno; en mi caso, uno de ellos me ayudó a superar la pérdida de un ser querido. Y no era un libro de autoayuda.
Uno de los casos que suelo contar fue cuando un libro se me hizo el encontradizo en una papelería de pueblo mientras a que pudieran atenderme. Era una de mis visitas rutinarias al lugar, ya que por entonces realizaba un trabajo alimenticio que me tenía viajando de pueblo en pueblo y ese tipo de plantones eran habituales.
Aquélla papelería no era el peor lugar del mundo para una espera, porque tenía un estante lleno de libros. Sólo uno y con pocos libros, pero allí podía resistir durante horas, a pesar de que en mi tercera visita ya conocía de memoria los escasos títulos que había a la venta.
Sin embargo en aquella ocasión sucedió algo inesperado. Al pasar la vista por el lomo de los libros, descubrí que uno de ellos, muy fino, asomaba entre dos ejemplares bastante voluminosos. Era Monte Sinaí, de José Luis Sampedro.
Me llamó la atención porque nunca lo había visto. «Por sólo 495 pts.», anunciaba en la portada dentro de una gran estrella granate.
De Sampedro sólo había leído su gran éxito, La sonrisa etrusca, y Real sitio. Lo que conocía de su obra me merecía todos mis respetos. Aquel libro estaba totalmente fuera de lugar en ese estante.
Decidí comprarlo. No sabía si el precio habría subido con el cambio a euros o si, por el contrario, la obra se habría devaluado con el paso del tiempo, pero calculé que la inversión podía salir a cuenta. Me acerqué al mostrador, realicé la tarea que tenía que hacer y, antes de despedirme, le tendí el libro a la propietaria, para que me lo cobrara.
Su cara fue de sorpresa.
–¿De dónde lo has sacado? –me preguntó.
Escuchó atentamente mis explicaciones y me devolvió el libro negando con la cabeza. «Este libro no es mío.» –No quiso hacer caso a mis explicaciones e insistió– «Cuando yo abrí este negocio ya no existían las pesetas. Quédate con él.»
Así llego a mis manos Monte Sinaí.
Enfrentarse a la pérdida de un ser querido.
Años después me vi sacudido por una desgracia familiar: mi abuela había sufrido un ictus y estaba hospitalizada. Había perdido la movilidad y el habla.
Resulta difícil explicar el mazazo que resultó para mí. Me había criado con ella, como si fuera una madre. Los valores más importantes que poseo los adquirí de ella, de su ejemplo inquebrantable. Aunque seguía viva, me estaba enfrentando a la pérdida de un ser querido. Estaba viviendo un auténtico duelo.
Toda mi vida la había escuchado contar cómo deseaba que se produjera su muerte: sin dar guerra. Era una mujer de una energía y carácter impresionantes, de una estirpe campesina que supo abrirse hueco en la ciudad a base de sacrificio, valor, dignidad y mucho trabajo. No soportaba la idea de convertirse en una persona dependiente.
La noticia fue un golpe para mí. Deseé que hubiera muerto y no que tuviera que verse el resto de sus días como nunca había deseado.
Durante días, tal vez semanas, me arrastré como un perro, lleno de rabia y de dolor, fustigándome, negándome a aceptar una realidad que se me hacía intolerable: ella había sido una auténtica luchadora, no era justo que se viera obligada a morir postrada, de una manera que se me antojaba indigna.
Todo se había vuelto oscuro.
No soy una persona pesimista, pero es difícil recurrir al optimismo cuando la muerte de un ser querido parece la opción más positiva ante la realidad que se le presenta.
Por otra parte, continuar sumido en aquel estado de ánimo tampoco era compatible con mi carácter, heredado de una saga de supervivientes; y forjado a pulso en la fragua de la desgracia que había sido el barrio en el que me había criado.
El proceso
Necesitaba hacer algo que aliviara aquel dolor y me sacara de mis infiernos. Era incapaz de leer o ver cine, donde siempre he sabido encontrar consuelos. No quería estar con nadie.
Me refugié en el trabajo creativo. Comencé a volcar mis sentimientos en un blog, que ya no existe, porque estuvo demasiado condicionado en origen por aquel estado de ánimo. Escribía acerca de las obras más tristes que me había encontrado en los últimos tiempos. Intentaba desahogarme y el tiempo se me hacía más llevadero, distraído con los pequeños ajustes de su diseño.
Si me resulta difícil caer en el pesimismo, igual de complicado es que renuncie a la lectura.
Era cuestión de tiempo que volviera a buscar entre mis libros alguno que me ayudara a aliviar la tristeza y me alejara de la autocompasión.
Y de nuevo, por segunda vez en unos años, me asaltó Monte Sinaí. La casualidad quiso que estuviera en una estantería cercana a mi puesto de trabajo, en un lugar bien visible, entre los miles de libros que almaceno.
Era un libro breve y lo tomé con la esperanza de que su lectura me resultara tan balsámica como en su día me había resultado La sonrisa etrusca. Tenía la esperanza de que Sampedro hubiera dejado en este libro algo de su optimismo más realista y crudo, el único que podía aceptar en esos momentos.
Esperaba una novela y por eso, al comenzar la lectura, me sorprendí. Era un libro autobiográfico, que narraba sus experiencias ante la enfermedad y la muerte, lleno de madurez, de aceptación y de una alegría vital que no estaba exenta de lucidez.
Era un libro ameno, que me hacía sonreír por momentos con las anécdotas que reflejaba, pero yo era inconstante en mi lectura. La tristeza volvía a invadirme y dejaba el libro olvidado en cualquier rincón de la casa, abierto boca abajo para señalar el punto en el que me había interrumpido.
La aceptación
Aceptar la pérdida de un ser querido exige que nos encontremos en un estado de cierta serenidad. Yo había pasado por diferentes fases del proceso de duelo, casi sin darme cuenta. Sólo me faltaba la última, la aceptación. Y Monte Sinaí había entrado en mi vida para ayudarme en ello.
En uno de estos momentos raros en que retomaba la lectura me encontré con el siguiente párrafo:
[…]¿Para qué vivir? es una buena pregunta y mi respuesta es vivir para hacerse, pues hacerse es vivirse y no sólo estar vivo, ni menos aún, vegetar. Pero aún importa más otra pregunta: ¿Para quién vivir? pues ni se hace uno solo ni se vivie a solas. Quienes contribuyeron a hacernos, dándonos vida con ell, lo hicieron y hacen para ellos, pero también para mí. Siempre a solas nadie llegaría a ser humano y todos, ellos y yo, somos juntos lo que somos.[…]
Pensé en quienes me han querido y me quieren, y me querrán aunque me vean abatido, herido por el rayo, quizás ciego y necesitado de ojos y manos ajenas para todo. Me necesitan por quererme, aunque yo materialmente acabe siendo una carga y más me querrán, si cabe –o mejor, de otro modo–, por el hecho de ser una carga. Recordé mis tres meses, hora tras hora, al lado de mi mujer que se hundía lentamente, aprendiendo yo entonces cómo la angustia y la congoja caben también en el amor y hasta lo avivan con otra luz distinta; y también cuánto nos da quien, por inmóvil en un lecho, parece sólo recibir nuestra ternura, pues en realidad no sofrece la ocasión de darnos a él con el más absoluto desinterés.
No hay dar sin recibir y se recibe por el mismo hecho de dar; son la noche y el día juntos en una jornada: si así no fuese no habría ni dar ni recibir verdaderos, sino sólo mero simulacro. Y justamente cuando nuestras fuerzas decaen y el hacerse resulta menos posible –es decir, cuando el para qué vivir apenas tiene respuesta práctica– resplandece más la trascendencia del para quién vivir: para quienes somos deseados aun vencidos y caducos porque, aun así, somos sus indispensables colaboradores en su hacerse, en su propio vivir para nosotros. Tener a quienes nos quieren, y más aun en nuestro desvalimiento y ocaso, es la culminación de quienes somos; es la seguridad, hasta el fina, de hacernos recibiendo, igual que nos hicimos dando.
Esas palabras me sacudieron. Me ayudaron a salir del egoísmo en el que estaba viviendo la enfermedad de mi abuela. Me ayudaron a centrarme de nuevo en el libro. Y así, más adelante, leía:
[…]La muerte, como tantas veces pienso, no es importante para uno sino para quien nos quiere. Para ellos hay que vivir, por ellos no está la vida cumplida (como antes pensé) y por ellos hay que seguir viviendo aunque, no nos engañemos, en estado muriente. La muerte es la corona de hierro final, el toque último del hacerse.
Sampedro me hablaba a mí directamente, a través del tiempo y el espacio. Sin conocerme, pero sabiendo lo que podía atribularme.
Su libro me estaba ayudando a superar mi propio duelo. Me estaba ayudando a hacerme.