Un oficio de valientes
Sep-2016

Robo horas al sueño para dedicárselas a mis textos. Corrijo una y otra vez, los rehago, reordeno ideas, tacho o borro pasajes enteros… Me gusta comenzar esbozando a mano pensamientos y llenar páginas de notas ilegibles, apresuradas.
Luego, algunas de esas ideas se convierten en textos. Cuando son cosas que creo que tienen más recorrido que el de este blog, las corrijo constantemente pero siempre encuentro fallos. Me duele volver a tropezarme una y otra vez con mis peores defectos: mis muletillas, mala puntuación, redundancias, reiteración de ideas, exceso de retórica y adjetivación… La revisión de textos exige buena dosis de humildad.
Es frustrante dar un texto por terminado, publicarlo y, al releerlo, toparme con esa coma fuera de lugar, el error tipográfico que puede confundirse con una falta de ortografía o una sintaxis incorrecta por culpa del último corta y pega. Y en un blog uno puede volver atrás, aunque puede que no tenga mucho sentido, y corregir, pero sobre el papel ya no hay marcha atrás.
Siento una punzada en el pecho al encontrarme con estos errores, algo muy parecido al sentimiento de culpa, que en realidad debe ser vergüenza, y que creo que es la mejor cura de humildad contra los elogios excesivos y las fantasías de grandeza. Esos fallos e imperfecciones, esta dificultad para la escritura, me ubican.
Pienso en los grandes autores que admiro, en Joseph Conrad, por ejemplo, y me lo imagino entregando sus manuscritos inmaculados; o en Muñoz Molina escribiendo sus artículos del tirón, con la misma naturalidad con la que habla un maestro; o a James Ellroy escribiendo más rápido de lo que puede pensar, poseído de la fiebre de sus historias, con ese ritmo frenético que les imprime; en Joyce Carol Oates, con esa actividad incesante y sus historias engarzadas y profundas . Y cuando pienso en ellos me siento pequeño, infame, un impostor. Un temerario. Como si escribir estos pequeños textos no fuera más que otro alarde de la chulería pulida de un chico de barrio tratando de buscar su espacio.
Una de las joyas de mi biblioteca es un facsímil de La fontana de oro, de Benito Pérez Galdós. Se trata de una edición limitada de coleccionista. Un ejemplar todavía intonso, con esas hojas unidas que tenían las antiguas ediciones, que había que cortar con una cuchilla para avanzar en la lectura. Junto a él, en un cartapacio atado con dos cintas, incluye una copia de las cuartillas manuscritas de la obra. Una auténtica obra de arte que me gusta tener a la vista.
El manuscrito de Galdós es un monumento al oficio de escritor. Nos permite conocer la caligrafía rápida del autor y adentrarnos en su proceso de escritura. Comprobar lo arduo de la tarea. Analizar las enmiendas, las dudas, las correcciones… Es doloroso encontrar páginas enteras descartadas sin piedad u otras repletas de tachones. Las horas que pudo haber dedicado a la relectura y corrección de su obra son incalculables.
También hay hojas que parecen escritas de un tirón, sin retoques, en uno de esos momentos en los que todo parece fluir y que todos los que hemos escrito, aunque fuera un poco, conocemos. Son momentos mágicos en los que la escritura avanza sola, como si alguien nos dictara al oído las frases o tomara el control de nuestras manos. El puro goce de escribir.
Creo que la genialidad consiste en un alto porcentaje de trabajo duro, conocimiento y tolerancia a la frustración y un mínimo porcentaje de inspiración, de momentos de disfrute que compensan con creces todas las dificultades, que nos atan a la rueda, logrando que sigamos escribiendo a pesar de todo.
Cuando me topo con mis textos llenos de errores que me resultan insoportables, sobre todo los que aparecen en este blog, casi siempre lastrados por la inmediatez de internet, me acuerdo de Galdós y su primera novela. El trabajo brutal que llevó a cabo para quizás no terminar de sentirse del todo satisfecho con el resultado.
Cuando me vengo abajo por mi incapacidad o mis limitaciones, o me avergüenzo de mis errores de aficionado, me gusta pensar que, en el fondo, escribir es una cuestión de agallas. De enfrentarnos a nuestras carencias y a nuestra mierda, al igual que debemos de hacer con nuestra vida, aceptando nuestras limitaciones y defectos, apretando los dientes y mirando hacia adelante tratando de aprender de los errores. Pienso que escribir es un oficio de valientes; y entonces continúo escribiendo. Aunque sea algo como esto.