En buena compañía
May-2014
No es la primera vez que me pasa que un artículo que escribo resulta molesto para algunas personas. Como ya escribí en su momento, no me incomoda en absoluto perder lectores: tengo muy claros mis principios; y, si estos resultan incómodos, no hay ningún problema en que quienes no sintonicen conmigo busquen cosas más productivas en las que invertir su tiempo. Hoy en día, cuando toda la información y el ocio del mundo está a sólo un clic de distancia, lo raro no es perder lectores, sino que alguien me lea. Sólo puedo agradecerlo.
En esta ocasión, el artículo que provocó molestias fue el que dediqué al uso irresponsable que se hace de la tecnología: se abusa demasiado de la sensación de impunidad y anonimato que proporciona la red que, en mi opinión, exige del mismo protocolo que las relaciones presenciales: respeto, educación, argumentos sólidos, humildad y sentido común. No me gusta, tampoco, que se abuse del ciberactivismo y que se confunda la legítima reivindicación o el compromiso, con el mal gusto o, directamente, la violencia verbal. Y no me sirve como excusa que esa violencia sea respuesta a otras, como se argumenta a veces: quien use la violencia –física o verbal– que al menos tenga la valentía de asumir las consecuencias.
Es verdad que me disgusta la falta de responsabilidad con que se usa la red, pero me molesta casi tanto la falta de responsabilidad con que no se usa: llevo años escuchando quejas y lamentaciones acerca de la falta de oportunidades, la maravillosa formación que tienen los parados, el paro juvenil –o no–, pero lo cierto es que, en general, y salvo honrosas excepciones, quienes más se lamentan son quienes menos hacen. Sí merecen todo mi respeto los más desfavorecidos, que no supieron o no pudieron acceder a una situación más digna, pero esas personas suelen estar demasiado ocupadas sobreviviendo. Como para perder tiempo con quejas o filosofías.
Reconozco que existe más de una generación a la que se le han cerrado las puertas. Cada vez que alguien comienza a despuntar en ciertos ámbitos, se mueven los mecanismos oportunos para cerrárselas. Lo he visto y lo he padecido. No se prima ni la capacidad ni el talento, sino el servilismo, el peloteo y el ser «hijo de alguien». Lo sé. Lo tengo demasiado claro porque se vivió en mi casa desde antes de que yo naciera: hace más de sesenta años, la dictadura y sus perros –muchos de ellos todavía con herederos ocupando la poltrona– impidieron a mi abuelo materno ejercer de maestro por su «sospechoso» empeño en no asistir a misa, así que soy plenamente consciente de los techos de cristal, como lo soy también de la existencia de privilegiados por cuna, dentro de este remedo democrático. Demasiado cerca lo he tenido como para no saberlo.
Si algo me molesta de verdad es quedarnos en la queja y la lamentación, porque nunca como hoy hemos tenido a nuestro alcance herramientas tan poderosas como las que tenemos para cambiar nuestra realidad; para abrir una ventanita por cada puerta que se nos cierra. Usar un blog o las redes sociales para comunicarnos eficazmente y generar oportunidades, o transmitir al mundo cuestiones relacionadas con nuestra área de conocimiento no es opcional. No aceptarlo tiene sus consecuencias para nosotros. No es ético lamentarnos de nuestra situación o la de nuestro entorno si no estamos dispuestos a esforzarnos por cambiarla. Con todas las herramientas a nuestro alcance.
Una sociedad se construye con esfuerzo colectivo, y no podemos prescindir de nadie, pero en este país de pícaros, eso del esfuerzo sin interés económico directo siempre resulta sospechoso, cuando no cosa de imbéciles, de ahí que durante tantos años tanta gente eludiera su responsabilidad social: el individualismo de los años ’80 y ’90 trajo los fangos en los que hoy nos revolcamos. Afortunadamente la red provoca cambios de paradigma; y recupera el trabajo y formas de organización colectivas, que son incapaces de entender los defensores del individualismo y la competitividad, siempre empeñados en destruirlas. No reconocerán nunca que si una sociedad avanza no es por la competencia, precisamente, sino por la cooperación. Por eso, por la ausencia de una cultura de cooperación, entre otras cosas, nos vemos como nos vemos.
La red recupera la colaboración, pero no inventa nada, al contrario: rescata formas de organización colaborativas que siempre han existido en la sociedad tradicional, aumentándolas de escala, rompiendo las barreras geográficas, democratizando el acceso al conocimiento y facilitando el uso de unos medios globales de comunicación. Algo a lo que, hasta no hace mucho, sólo tenían acceso los privilegiados. Los mismos que hoy continúan sin comprender las claves del funcionamiento de la red y que –temerosos de lo que no entienden, y por tanto no pueden controlar– tratan de cerrar el paso a los que, tras años de ver cerradas las puertas consiguen, con inteligencia, esfuerzo, tenacidad y trabajo colaborativo, abrir ventanas. Aunque sea a cabezazos. Pura biología.
Esa es la gente que me interesa: aquella con agallas para afrontar la vida sin lamentarse, que busca su camino salvando obstáculos, sin traicionar su esencia, consciente de que el trabajo comienza allí donde otros no pudieron continuar; porque cuando todo parece perdido, es cuando más puede ganarse al intentarlo. Si eres una de esas personas, gracias por leerme. Gracias por dejarme gozar del privilegio de acompañarte.
Estoy de acuerdo, con frecuencia las redes se utilizan para todo menos para salir de la zona de confort. Y la seguridad que da ese supuesto anonimato permitiendo todo tipo de desmanes es terrible.
Gracias por dejar tu comentario, Andromeda. A eso me refiero: a la falta de responsabilidad con que se usan excelentes herramientas. Afortunadamente, creo que hay muchas personas que están a la altura 😉 Saludos.