El balcón en invierno

el balcón en invierno

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El balcón en invierno no es exactamente una novela. Es un testamento. Una elegía. Una confesión. Un ajuste de cuentas. Un libro de memorias. Y también es una novela, pero esto no es lo más importante, sino la honestidad con que Landero se enfrenta a su historia, a los pasajes más sórdidos y más tristes de su vida, tomando al lector como confidente, silencioso e implacable.

La historia parte de un bloqueo. La pérdida de tiempo que suponen las horas perdidas ante el ordenador, el divagar de una a otra historia, dejándose llevar por la retórica vacía, la desgana, la falta de motivación. Todo parte de una crisis vital y profesional, de un punto muerto. De un balcón en invierno desde el que sólo cabe mirar de una forma diferente, descubriendo lo que siempre se ha tenido ante los ojos pero nunca antes se supo ver.

El balcón en invierno es la metáfora del punto en el que el autor se sitúa desde la vejez, revisando toda su historia, al fin con cierta distancia, con serenidad, reconciliándose consigo mismo y con las personas que en un momento dado lo acompañaron en su viaje. Y para ello necesita remontarse a mucho antes de su propia historia. Necesita regresar a tiempos, lugares y personas que no conoció, pero que lo marcaron. Que contribuyeron a forjarlo como ser humano y como escritor.

Landero homenajea un mundo que ya no existe. Una España rural de una cultura rica y vasta, llena de costumbres, ritos, mitos y leyendas, dotada de una cohesión y unos valores que hoy nos resultan ajenos.

Y sin embargo siguen ahí, en muchos de nosotros. Impregnando nuestra memoria, las historias que contamos, los valores que nos sostienen, nuestras creencias y nuestros miedos.

El balcón en invierno nos recuerda quiénes somos. El lugar del que venimos y que hemos intentado dejar atrás, como el propio autor hizo en su día, enterrando bajo toneladas de sal una memoria que estuvo viva hasta hace pocas décadas y que hoy despreciamos, como los conversos que abrazan nuevos ídolos.

Pero esta obra es algo más. Es la historia de una pasión por el arte de contar, como base de una forma de estar en el mundo, de relacionarse. Es amor por la narración pura. Un homenaje a la palabra que forma parte de la historia de redención del autor, que supo encontrar su lugar, tras el desarraigo de la emigración, gracias a la tradición oral que forjó su cultura. Pero gracias también a maestros que supieron guiarle en el descubrimiento de un canon literario que lo llevó a otros maestros, estos literarios, que alumbraron un camino que lo trajo hasta este punto.

Este libro es también una confesión que no aspira a nuestra indulgencia. Una forma de penitencia, afrontando la responsabilidad que Landero tuvo hacia su padre. De sus esfuerzos y las renuncias. El descubrimiento tardío de su profunda humanidad, de los dolores y anhelos que lo atormentaron. Una especie de reconciliación póstuma y, por ello, incompleta.

Todo en El balcón en invierno resulta aprovechable: desde la honestidad del autor bloqueado, la memoria rescatada, las relaciones familiares, el relato oral tradicional como base de su literatura, las reflexiones acerca de la ficción y la realidad, las crisis personales, el desarraigo, el amor tardío a sus orígenes, los avatares autobiográficos…

Landero sabe estar a la altura de su estirpe y cumple con su parte de responsabilidad, fijando por escrito una tradición oral que, de otra forma, moriría con él. Ha sabido reaccionar a tiempo creando un libro delicioso. Pura alegría de contar.

Hazte un favor y léelo.

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