El arte del respeto
Jul-2016

Foto: «Doing a kata» – Stephan Tell
Tres chicos se cambiaban a mi lado en el gimnasio. Uno hablaba mucho, los otros dos escuchaban con el aire de alumnos disciplinados que absorben las enseñanzas de un gran maestro. Andarían por los veinte años y ni se inmutaron cuando me acerqué a mi taquilla, al lado de la suya.
El que hablaba estaba encantado de tener público. Presumía de su habilidad en el combate, dentro de la disciplina deportiva que practicaba, que no llegué a adivinar cuál era. Animaba a los otros dos, que parecían recién iniciados. Los arengaba contra el miedo y los animaba a lanzarse a competir en categorías que, por sus respuestas, les iban demasiado grandes.
En cada palabra dejaba traslucir sus miedos. Hablaba de aprender a encajar, a esquivar, de buscar el timming perfecto, de sobreponerse al miedo o al dolor, mostrando sus carencias. Se vino arriba y los animaba a competir en serio, dejándose de juegos, porque si no, «al final esto es una mierda… Como el kárate», añadió con desprecio. «Marcas un punto y se para el combate».
En ese momento lo miré. Se dio cuenta y desvió la mirada. Pensé en decirle algo pero callé. No lo entendería.
Me quedé con las ganas.
[Tweet «Hablaba de aprender a encajar, a esquivar, de buscar el timming perfecto, de sobreponerse al miedo o al dolor, mostrando sus carencias.»]
No sé qué tipo de disciplina deportiva practica aquel chico, pero será uno de esos deportes «duros», de combate. De esos «efectivos», como escuché muchas veces y que le hacen despreciar todo aquello que no se mueva dentro de códigos violentos.
Entendí qué le pasaba. Yo mismo caí alguna vez en ese error de joven, cuando practicaba artes marciales, y busqué disciplinas «más duras», perdiendo el sentido encerraba el arte japonés, basado en la honorabilidad de los contendientes.
En el kárate el objetivo del combate no es herir, aniquilar o humillar al adversario, sino luchar dentro de códigos de honor entre caballeros. La lucha debe realizarse dentro del respeto al rival, a uno mismo y a las reglas de la competición.
Me hubiese encantado decirle que gracias a esa disciplina que desprecia aprendí a respetar al adversario y a no confundirlo con un enemigo; que quien te golpea puede convertirse en un camarada con el que compartes valores insospechados; y que el auténtico enemigo a veces adopta formas amables. Que un adversario con miedo o humillado puede ser el rival más peligroso; y que la crueldad y la prepotencia no son sinónimos de ganar; que la fuerza puede estar más en aguantar firme una posición incómoda que en levantar de mala manera decenas de kilos. Aprendí a mirar siempre a los ojos de un rival porque en ellos se anticipan sus movimientos. A conservar la calma en situaciones difíciles, a economizar energías para cuando son necesarias, a pensar rápido y a no precipitarme, a dejar de pensar cuando ya sé cómo actuar. Y hacerlo rápido. Aprendí que la fuerza es siempre el último recurso, sólo admisible cuando todo lo demás ha fracasado y como autodefensa; y que dos minutos pueden ser una eternidad. Que no importa tanto ganar o perder como la forma en que se hace. Aprendí que el mayor combate es siempre contra uno mismo: contra nuestros miedos, nuestros deseos de ganar, nuestras prisas y excesos de confianza.
[Tweet «No importa tanto ganar o perder como la forma en que se hace.»]
Soy consciente de que estos códigos se han olvidado. Ya se habían olvidado hace mucho, cuando yo practicaba esta disciplina. Se han corrompido; y al hacerlo ya da igual una cosa que otra: todo se iguala por abajo y se pasa a valorar la barbarie, la violencia, la humillación al rival, el desprecio a lo más noble.
Con el paso de los años, al recordar todos aquellos entrenamientos espartanos, disciplinando cuerpo y mente, ya no echo en falta la competición y la adrenalina del combate, el miedo el dolor y la sangre. Echo de menos la introspección de las katas, la forma en que usaba mi respiración y mis movimientos para conectar conmigo mismo, haciéndome consciente de cada músculo, abandonando todo pensamiento ajeno a lo que hacía, como una forma de meditación.
[Tweet «Aprendí que el mayor combate es siempre contra uno mismo: contra nuestros miedos, nuestros deseos de ganar, nuestras prisas y excesos de confianza.»]
Ojalá aquellos chicos puedan entender todo esto algún día, el valor y la fuerza que infunden el autoconocimiento y la disciplina, que pueden alcanzarse por caminos diversos, pero nunca a través del desprecio, el miedo, la humillación o la violencia.
Si algún día consiguen entender algo de todo esto puede que todavía quede algo de esperanza.